miércoles, 29 de septiembre de 2010

La primera moneda comercial del mundo


Después de un período de decadencia de las ciudades griegas, Alejandro III, el Magno, conquistó casi todo el mundo conocido entonces por la civilización occidental. Una de las monedas emitidas durante su reinado fue aquella tetradracma de plata que muestra en su anverso el retrato de Alejandro con los atributos de Heracles, su mítico antepasado, mientras el reverso se destinó a la figura entronizada de Zeus, soberaro del Olimpo. Monedas con esta diseño circularon con gran profusión aun en las más remotas regiones del imperio de Alejandro.

Acuñadas muchas veces con el metal arrebatado a los pueblos conquistados, se diferenciaban entre sí por la marca de la casa de moneda de cada región emisora. Llevadas por comerciantes y soldados mucho más allá de los límites de su imperio podríamos calificarlas como las primeras monedas comerciales del mundo, las que continuaron emitiéndose algún tiempo después de la temprana muerte del soberano helénico. Tal fue su reputación que los pueblos llamados bárbaros, asentados en las fronteras del imperio macedónico, posteriormente realizaron sus “propias emisiones” de tetradracmas alejandrinos con calidad ostensibiemente inferior. En muchos casos semejaban caricaturas de las originales griegas; en otros, el busto de Heracles-Alejandro parecía solo un cono de metal.

Un hecho significativo vinculado a estas piezas es que fue Alejandro Magno el primer monarca cuyo retrato apareció en una moneda, pues con antelación a estas piezas el circulante sólo mostraba la imagen de deidades del panteón helénico o símbolos asociados a ellas.

Del prestigio y aceptación de las tetradracmas de Alejandro da fe el ejemplar que mostramos en la foto, acuñado con el metal obtenido en Babilonia, venerable metrópolis de la antigüedad que lo recibió con entusiasmo cuando la estrella del gran conquistador brillaba en su cenit. De forma inequivoca se revela en ellas la mano maestra del grabador, pues sólo un artista consumado pudo infundir al inanimado metal ese hálito divino capaz de transmitir al observador las más profundas emociones.

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